The Islands
My father and I have both put into words the simple story of our own small family's migration by ship from Cherbourg to New York at a time when the controversial U.S. war in Vietnam occupied the minds of millions around the world. I wrote, "A Migrant Life" (see post below), and he wrote the following story, "Ellis Island," in his native language. The piece reflects a visit that he, my daughter, and I made there a few years ago from his home in Manhattan. As he describes it, Ellis Island could also be known as "The Island of Hope" or "The Island of Tears," depending on the perspective of the poor soul who crossed its threshhold. There is no doubt that this humble island in New York Harbor captures the imagination of many and is also a fascinating place to visit. See, http://www.history.com/content/ellis-island
Another island which features in the U.S.'s immigration history is located in San Francisco Bay. Angel Island, truly a a place of tears, stands as evidence of a shameful part of our history, in the way that the Japanese internment camps of WWII are a deep blemish on this country's treatment of the foreign born and the perceived foreigner. For thirty years or so, the Chinese, seeking a more prosperous life here, like the European immigrants passing through Ellis Island, were detained and interrogated under miserable conditions at Angel Island.
See: http://www.angel-island.com/history.html
ELLIS ISLAND
Por Carlos Feal
Desde que llegué a Nueva York, hace ya unos años, me liberé del coche. Liberación, ésa es la palabra. Depender del coche para todo –ir al trabajo, de compras o a algún espectáculo-- acabó resultándome penosísimo. Eso pasa en las ciudades norteamericanas que no tienen un buen transporte público y, sobre todo, a quienes viven en las afueras. Nueva York es otra cosa. Entre el metro, el bus y alguna que otra vez un taxi uno va a todas partes.
A mí me gusta sobre todo el metro. Creo que esta afición se originó en mis años de estudiante en Madrid. Reconozco que el metro de Nueva York es vetusto, inferior al de muchas grandes ciudades, pero cumple su misión de llevarnos con facilidad de un lugar a otro. Viajo casi siempre sentado en uno de los bancos que hay a lo largo del vagón. Me gusta observar a los viajeros que se sientan en el banco de enfrente, en su mayoría gente humilde: negros, hispanos, indios, asiáticos. Salgo de mi pequeño mundo para integrarme entonces a esa sociedad multirracial, en vez de huir a las afueras donde se concentran los blancos, los anglos, hoy ya en retroceso.
Hace poco iba en el metro con mi hija Sophie, quien vino a Nueva York aprovechando un fin de semana. Quería visitar Ellis Island, tan próxima a Manhattan y a nuestra casa en Greenwich Village. La islita de Ellis fue, como sabrán, parada obligatoria durante largos años de los emigrantes que llegaban a los Estados Unidos. También emigrantes, o hijos de ellos, de todas partes del mundo, eran muchos viajeros con quienes nos mezclábamos ahora. Sophie, como abogada, defiende (en inglés) a seres de otras razas. Habla en español con los hispanos; o en francés con los huidos de Haití.
--Las leyes son muy duras para todos, a excepción de los cubanos, si logran poner pie en esta orilla.
--No es fácil poner pie.
--No, muchos se ahogan en el Caribe.
Bajamos en South Ferry. Después de guardar larga cola en Battery Park embarcamos rumbo al lugar que hoy (como tantas memorias de un pasado doloroso) es ya mera atracción o diversión turística. Lo que fue para unos Isla de la Esperanza y, para otros, Isla de las Lágrimas. Allí se repitió el desconcierto que ya había sentido en el metro. El barquito a Ellis Island me parecía el trasatlántico que nos trajo a estas tierras.
Ascendimos mi hija y yo la gran escalera, al final de la cual esperaba a los antiguos emigrantes un equipo de médicos. Intentaban éstos detectar posibles síntomas de fatiga en alguno de los que subían.
--Bien, papá –dijo Sophie risueña--. Has superado la prueba.
Yo sólo jadeaba un poco.
Recorrimos luego las salas del siniestro edificio donde sometían a los llegados a múltiples exámenes de salud física y mental antes de permitirles entrar al país. Y yo me imaginé en la piel de aquellas gentes yendo de sala en sala. Aunque a nosotros nos examinaron (eran otros tiempos) en la embajada de USA en Francia, donde entonces vivíamos. Pero Rose, la madre de Romy, mi mujer, sí pasó por Ellis Island, junto con sus padres, pobres sicilianos. Tenía entonces tres años, la misma edad que Sophie cuando vinimos nosotros.
--Costó mucho levantarte para ir a la embajada. Llorabas sin parar; casi tuvimos que arrastrarte. La cita fue a una hora muy temprana. Las calles de París estaban llenas de grafitos contra la guerra del Vietnam.
Hicimos el viaje, desde Cherbourg a Nueva York, en un trasatlántico. Preferimos el barco al avión a fin de transportar nuestras humildes posesiones: varias maletas y un baúl, si no recuerdo mal. Mucho más ricos éramos, sin duda, que aquellos que antaño cargaban sus fardos como bestezuelas.
Al desembarcar en Nueva York nos hicieron una foto, que todavía conservo. La madre de Sophie en primer término, dándole a ella la mano. Con su otra manita agarra nuestra hija un cabás. Yo, rezagado, al fondo. Ninguno de los tres sonríe y Sophie parece más bien asustada. Tal vez la sorpresa de la foto; ninguno esperaba este recibimiento. Esperábamos lluvia, a juzgar por el modo en que aparecíamos. De impermeable madre e hija y yo con un paraguas en la mano.
Siempre que miro esa foto me pregunto qué objetos habría en el cabás. Y mi paraguas ¿no era acaso un falo simbólico para abrirme camino en un mundo ajeno, además de ancho?
El día era espléndido. Ya a la luz del sol, fuera del tristón edificio de aire carcelario, contemplamos gozosos la vecina Estatua de la Libertad, presta siempre a acoger a los pobres y humillados de este mundo (Give me your tired, your poor, / Your huddled masses yearning to breathe free).
Debemos regresar a Manhattan.
--Hemos perdido a tu madre –le digo a Sophie.
--Ya la encontraré.
--No le gustaban los Estados Unidos. Lo mismo les pasa a muchos franceses.
--También a españoles.
--No digo que no. ¡Qué herencia la tuya!
--Este es mi país. No hay para mí otro mejor, pese a sus defectos.
--Lo entiendo. Si no fuera por la guerra, la maldita guerra…
Llegamos a Manhattan. Nuestra llegada a Nueva York en un trasatlántico se confundía ahora con ésta desde Ellis Island. Habíamos cumplido los trámites que nos daban acceso a los Estados Unidos. El curso de una vida adulta –profesor y padre-- se extendía entre esas dos ocasiones.
Recité unos versos de T. S. Eliot:
--In my beginning is my end… And where you are is where you are not.
--Siempre dando lecciones de literatura –dijo Sophie.
--Para eso vine a este país, ¿no?
--Para vivir también.
--Sí, pero vivir simplemente no da ningún dinero.
Teníamos hambre. Paramos en un puesto ambulante a comprar comida libanesa, muy del gusto de los dos.
--¿Adónde vamos ahora? –pregunté.
--A casa, ¿no?
--¿Qué casa? ¿La de Ann Arbor, mi primer destino en América? Donde nació tu hermana.
--¿Por qué dices eso?
--No sé.
Sophie me miraba perpleja.
--Ha concluido mi periplo –proseguí--. De Nueva York a Nueva York. El sueño americano. Ya puedo partir otra vez con todos los rotos de este mundo.
--Tú no eres ningún roto. Rehiciste tu vida después de divorciarte.
Vi entonces a mi hija con su pequeño cabás. (¿Qué tesoro escondía?) Y a mí, detrás, dispuesto a hacer (o rehacer) la América. Desde donde estaba o no estaba.
--In my end is my beginning –dije abriendo el paraguas de la foto, pues empezaba a lloviznar en ese justo momento.
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http://vagamundosmoleskin.wordpress.com/2009/05/18/la-rosa-mudable-autor-carlos-feal/ and http://vagamundosmoleskin.wordpress.com/2009/03/16/parada-y-fonda-autor-carlos-feal/
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